Bajo mis pies, la arena fría del invierno.
Sobre mí, el apagado sol de un atardecer nublado.
Ante mí, un mar que poco a poco empieza a crecer.
Cerca de mí, la arena que se hunde bajo mis pies
Y a unos pasos, un objeto de cristal que lentamente llega hasta reposar en la playa.
Me quedo mirándolo. Me acerco y reparo en el objeto: es una botella de cristal, con un tapón de corcho. Dentro hay lo que parece un papel, un trozo de cuerda y, atada a ella, una llave.
No obedezco a las costumbres, a los tópicos, ni al romanticismo de una botella que llega del mar, con mensajes desesperados, recuerdos imborrables, o palabras eternas.
“Quién sabe lo que dirá”, pensé, «¿y a quién le importa?»
No obstante, la llave me interesa. Todas abren algo.
Cojo la botella. Me siento en la arena y empiezo, no sin esfuerzo, a descorcharla. Dentro sólo hay lo que visto antes; observo la llave, la cuerda y el papel, incluso la huelo, pero nada.
Aparto la llave y empiezo a leer. Es un papel grueso, manchado por algunos sitios, sin duda la humedad de días y días en el mar.
Dice:
«El mundo acabó, ya no hay lugar en la tierra donde poder sobrevivir. Decían que escapáramos, pero a dónde. Que nos alejáramos, pero hasta dónde. No hay salida, estamos condenados, absolutamente condenados. Sufriremos de un modo que nadie puede imaginar, algunos días, otros semanas, la mayoría, meses de insufrible agonía.
La solución, sin embargo, no estaba en nuestras manos, después del primer contagio, la suerte estaba echada.
Buscamos cómo erradicarlo, invertimos todos los días que nos quedaban en buscar una cura. No lo logramos, así que lancé miles y miles de botellas al mar, por el bien de todos, con la intención, amigo, de que no sufras demasiado.
En el aire de su interior, impregnado en el papel, una solución letal.
Gracias por abrir la botella y adiós para siempre.»
Post data: la llave no abre nada